El bien y el mal. El bueno y el malo ¿Cuánto tiene el malo
de malo? ¿Cuánto tiene el bueno de bueno? ¿Cuánto tiene el malo de bueno? ¿Y
cuanto de bueno el malo?
Los cánones preestablecidos del bien y el mal nos impiden
hacernos estas preguntas. Solo nos han enseñado que algo es bueno y algo es
malo. No nos enseñan a mirar más allá de esa manida y anticuada óptica que nos
vuelve reyes del prejuicio y esclavos de lo convencional. Y es así en todas las
facetas de nuestra sociedad. Lo que está bien y lo que está mal. El que es
bueno y el que es malo.
Todo esto parte del torcido concepto de que el ser humano es
bueno. Pero todo ser humano oculta algo en su interior que no es bien
intencionado. Todos tenemos el don de la razón y la razón es traicionera y nos
da las alas necesarias para urdir, tramar y comernos la cabeza. En la mayoría
de los casos, detrás de cualquier acción meramente casual se encuentra un inequívoco
atisbo de maldad. Una maldad que se apodera de nosotros e incluso aflora de la
forma más inesperada, dando paso a la frase hecha de “Fue sin querer”.
Y es que todos somos un poco pasivo – agresivos. Somos
capaces de ser tremendamente malos y calculadores cuando algo valioso está en
peligro, incluso cuando tú mismo estás en peligro. Ese instinto aflora en
cualquier momento. Como una madre que cuida de sus cachorros. Todo el mundo haría
cualquier cosa por su familia o por sus seres queridos. Por muy buena que sea
esa persona, podrá sacar a flote su rabia y su maldad contra el que haya
perturbado el bienestar de su gente.
El ángel y el demonio. Muchas veces el ángel es solo un
demonio hipócrita. Otras veces el demonio es el ángel que sufrió. El
sufrimiento nos lleva muchas veces hacia el rincón más frío de nuestro ser y
allí encontramos el mal. Encontramos esa coraza que todos hemos usado. Ese mal
que nos hace inaccesibles, que intimida a los demás y evita así que puedan
hacernos el mismo daño que nos llevó hasta el mal.
Una vez que nos convertimos en villanos, nos sentimos
indestructibles. Nos sentimos inmunes al resto de seres humanos. Pero en lo más
hondo de nuestro ser sigue habiendo una luz que simboliza el bien. Nuestro
corazón puede helarse, pero sigue latiendo. Latiendo cada vez más hasta que la
fricción derrite el hielo. A veces solo una persona basta para que el malo no
sea tan malo.
Y el bueno es feliz siendo bueno. Es feliz creyendo que el
resto es bueno ¿Se llevará palos? Muchos ¿Aprenderá? Depende de lo bueno que
realmente sea. Es completamente lícito ser bueno y vivir en armonía. Pero al
fin y al cabo, en un mundo de maldad, el bueno acaba pisoteado y, o bien se
vuelve algo malo, o bien acaba destrozado. Destrozado, eso si, con la
satisfacción de haber luchado contra la mayor de las lacras de nuestra humanidad.
Machacado pero con la sonrisa del que ha dado uno de los mejores ejemplos de la
historia de esta humanidad envuelta en humo y muerte.
Y ojo con esto. Porque el malo más malo no es siempre el que
más malo parece. Valgan todas las redundancias. El verdadero villano, el más
malo de todos es aquel que se hace pasar por bueno. Y es que el lobo con piel
de cordero es el más mortífero y, por desgracia, el más común de todos los
tipos de malo que existen en nuestra era. Este es el mayor mentiroso y
manipulador de todos los seres humanos. El único que verdaderamente está muerto
por dentro y actúa como un vivo.
Así que quitémonos las mascaras y gritemos al viento que
somos bien y mal. Que somos buenos y malos. Que el mal es supervivencia y el bien insistencia y sueños de soñador bajo el cielo estrellado. Pero que, inevitablemente, vamos a
vivir siempre en un mundo de maldad que nos obligará a usar el mal más que el
bien. Aún así brindo por los buenos de verdad, aquellos que van a luchar hasta
el último día de sus vidas por quitarme la razón y por quitársela a la
sociedad.
¡Va por ellos!
Aarón Hernández.
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