miércoles, 18 de noviembre de 2015

La Belleza de lo Roto.


Chet Baker era tan guapo que dolía, decían. Sin embargo, la heroína y un par de peleas callejeras lo dejaron luciendo 60 años a los 50. Chet, nunca perdió su encanto ¿Por qué? Porque estaba roto. Las adicciones, la decadencia y la soledad de su música crearon el mito que todo hombre quería conocer. Que toda mujer quería besar. 

Cuando Chet Baker cantaba como si susurrase las líneas de "Almost Blue" después de haber tocado la trompeta con esa calidad que lo caracterizaba y lo convertía en uno de los mejores, si no el mejor, trompetistas de la historia del Jazz, cantaba a la soledad y la tristeza. Una tristeza que jamás podían llenar las mujeres o la heroína. Como muchos antes que él, Chet buscaba la felicidad en los lugares más oscuros. No la hallaba. Lo sabía. Lo plasmaba en cada toque de trompeta. Incapaz de encontrar la estabilidad. Inigualable. 


Cuando Paul Desmond, el mejor saxofonista de la historia del Jazz, tocaba aquella canción llamada "Glad To Be Unhappy" tocaba a lo mismo. Al encanto de la tristeza. Alejada de los conceptos "Emo" de llamar la atención. No, esta gente no se rajaba las venas, solo estaban rotos. Se auto-destruían lentamente a base de whisky y cigarrillos Pall Mall, en el caso de Paul. Jamás fue capaz Desmond "La cigüeña", como le llamaban, de amar dos veces a la misma mujer. Jamás reconoció el talento que tenía. Era simplemente el hombre que se apoyaba en el piano cuando ya había acabado de tocar. El que quería sonar como un Martini seco. El que se destrozó los pulmones a base de fumar en cadena. Un Pall Mall tras otro. Un Dewar's tras otro. 

La gente como ellos son incapaces de convivir con el resto de los seres humanos mundanos. Son nocivos, te hacen sufrir. Son el tipo de personas a las que puedes amar solo una vez o amarlos sin compromiso. Porque amas aquello que representan. La melancolía. Esa amiga con la que todos nos encontramos y en la que nos regodeamos. Ese dolor dulce. Ese miedo con encanto que diría Kase O en su "No hay alcohol". 


El encanto de aquel Bob Harris interpretado por Bill Murray en "Lost In Translation". Aquel actor, vieja gloria, fracasado que simplemente se sentaba a beber whisky en aquel hotel de Tokio. Esperando un poco de compañía. Perdido en la soledad de una vida injusta e ingrata. En medio de un océano de desilusión. Y allí estaba la preciosa Charlotte de Scarlett Johansson para fijarse en el despojo que se apoyaba en la barra con el maquillaje de la sesión de fotos aún en los ojos y la pajarita desecha. 

El ser humano busca en infinitas ocasiones la melancolía. Es algo romántico y único. No hay sensación igual. Y, en ocasiones, hay gente que transmite esa melancolía. Esa rotura interna. Ese corazón ya roto que queremos reparar y a la vez no podemos. Aquellos que son conscientes de su tristeza y de lo dura que es la vida y aún así la abrazan día tras día y se mimetizan con ella. Ese rostro talentoso del genio venido a menos que compone y escribe en la penumbra de su casa con el humo de un cigarrillo elevándose y chocando contra las paredes. Todo mezclándose en una atmósfera de Jazz y alcohol. Un filtro etílico que arrebata al hombre el miedo de lo políticamente correcto y solo deja una verdad absoluta. La más amarga y dolorosa verdad. 

Ser o no ser así no se escoge. Solo pasa. Y llegas al punto en el que lo notas. No es bueno. Para ti no lo es. Para los demás, lo es menos. Pero tiene su encanto. El encanto de Bogart en "Casablanca". Encierra esa belleza triste. La belleza de lo melancólico. Una perfección imperfecta tan única que es oro puro perdido entre un nubarrón de humo. La belleza de lo roto. 

Aarón Hernández. 




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